Desayunábamos sangre seca sobre las tostadas. Té caliente y los restos del naufragio de otras vidas. Alguien hablaba de la luz de la mañana, de las veces que hacía el amor y de cuánto echaba de menos los días largos en aquella ciudad sin nombre que tan bien conocíamos. Yo no decía nada. Masticaba despacio, tragaba, bebía vino en un vaso de plástico. A veces me desnudaba y rodaba por el piso con los brazos estirados, con la carne al borde del temblor, con todos esos ojos clavados en mi cuerpo. Pero no ocurría a menudo, y quizás por eso me gustaba tanto.

Naoko era sabia, a su manera. Siempre dijo que yo era el más bello de todos. Yo, que no sabía ver la belleza del mundo, que era ciego, que temblaba cuando los brazos de Charlotte envolvían mi cuerpo. Yo, el hombre niño, el cuervo triste, el muchacho que tocaba el acordeón cuando llovía. Y, sin embargo, quizás fuera cierto, más allá de la sangre, más allá de la cena revuelta en la tripa. Quizás fuera cierto, por qué no, que yo era bello igual que ella era niña, aún pasados los años, aún siendo la arruga la colonizadora de su rostro.

Pero entonces, en aquellos tiempos, no podía creerlo. Comía igual que amaba o reía, sin dejarme ver, y lo hermoso recorría mis vértebras sin penetrarme nunca. O eso pensaba yo.