Y entonces llovía. Sobre la piel y los zapatos, sobre la luz dorada que templaba los cuerpos y las almas. Llovía como llueven los veranos, dejándose caer lentamente, resbalando sobre el sudor, sobre el pelo castaño que acaricia la nuca. Y Naoko reía, con esa risa suya, esa risa franca, y decía qué hermoso, qué hermoso saberte aquí con nosotras, aquí abrazado a nuestros pechos y a nuestros vientres. Y reía yo también, con toda esa lluvia, esa lluvia apresando la ropa y los zapatos, los zapatitos de Naoko y su pelo y su voz, todo bien húmedo, bien mezclado con la saliva de nuestras lenguas salvajes.

Cuánta risa, cuánta, aquellos días solos, aquellos días de los tres y nadie más, si acaso la lluvia, si acaso el zumbido de los pájaros junto al manzano florido, pero los tres, los tres húmedos y hambrientos bajo el cielo del verano. Cuánta risa, digo hoy, a las puertas de este invierno que es la vejez que me amordaza.

1 comentario:

P. dijo...

Delicado y visual. No es fácil sumergirse en tan pocas líneas. Pero tú lo logras.