Nos llega el hedor de la carroña. Debajo de la cama, en las calles sedientas, en los farolillos que extienden como mantequilla caliente su luz por los adoquines. Nos llega, fuerte y profundo, como una cadencia, como la última nota de tu voz, apretando manos y gargantas. El olor de los gusanos arrasándolo todo, cubriendo con sus cuerpos blancos las paredes y los muebles, las fachadas y cada pedazo de piel que flota en la inmensidad de la noche. Los gusanos nacidos de tu vientre para venir a morir a este mundo oscuro, este mundo triste que es a veces el lugar donde vivimos.

-A veces siento que los tengo dentro, los gusanos, dentro de mi piel y de mis huesos - se alza la voz de la muchacha, vestida de rojo, oscuros los ojos y el trazo de la boca.
Mi lengua se llena de amargura. La sonrisa, a media luz, que cala en su rostro y cambia, cambia la veladura en la mirada, el miedo por otra cosa.
-Están aquí, aquí fuera. En las calles y en la cama, pero no dentro de ti. No dentro de ti, Coco, eso nunca.
El vestido le va grande. Le falta carne en las caderas, en los pechos menudos que se adivinan al trasluz. Pero le gusta, le gusta lucirse a veces, pobre muchachita, le gusta salir y sentir las miradas y los gestos, sentir que existe para el mundo. Pese a los gusanos, pese al parto que dura toda la noche y la deja exhausta.
-No, Bird. A veces entran. Los noto, aquí, aquí revolviéndose y devorando mis entrañas - se palpa la tripa, la curva leve bajo el vestido, y es entonces Cleo quien me mira, Cleo y el desastre, y el llanto de una mañana que se hace noche cuando sus manos se aferran a las mías.
Y yo que me callo, que me trago la voz, y no le digo Coco de mi vida, mi amor, vienen de ti esos gusanos, vienen de ti y a ti vuelven, porque quizás si callo no ocurra, quizás sin voz no tengan alimento estos gusanos nuestros y mueran, mueran por fin como debieron hacerlo hace tanto tiempo.