Era fácil confundirlos. No crecían lo debido y
siempre tenían hambre. Sus padres eran hombres de los campos, una masa gris
estremecida. Nunca sabían cuántos eran, cuántos se sentaban a la mesa. Los
niños nacían y morían, perecían sin nombre, una lápida en el bosque. A veces
una madre les lloraba, se apretaba el vientre y maldecía, pero no era lo
corriente. Allí en el páramo el viento cortaba, y en la cama todo era más
amable. Por eso crecían los niñitos como la hiedra, salían de todas partes y
nadie los cuidaba. Nadie los quería y sin embargo allí estaban.
***
Me voy, un tiempo. A jugar con los niñitos de la calle, a conocer a las muchachas. Vendré de vez en cuando, volveré con el invierno. Mientras, estaré a un correo de distancia.
4 comentarios:
abrígate. abrazos desde el otro lado del frío.
firma: la calma.
Sigo visitando a tus salvajes pues.
¿Qué les gusta de merendar?
:)
Ay qué pena... a todos esos niñitos me los traía yo con mi bebé... para criarlos a todos y que puedan jugar felices aunque estrechos :)
Té con pastas, siempre.
:)
Publicar un comentario