Gime el vientre, preñado de pájaros. De bruma caliente, de la
sordidez de la rutina clavada a las costillas. Gime el llanto lastimero
del animal herido, de tu rostro pálido, de la voz que brota de tu boca
pequeña. Esa boca tuya que sacia mi gana, que rabia mi hambre, que
oprime las noches con lo abisal de sus colores. Esa boca que hoy habla,
que llama a la muerte, que serena mi dolor y me calma.
Lo toco con las manos, con el dorso, con los dedos largos como
una maraña. Lo toco y bulle, revuelve la cena, las tripas, los picos y
las alas de esos seres que te habitan. Pero no ocurre nada. Ahí está mi
mano blanca, la mano de un hombre herido en lo más hondo, recortada
sobre la piel tirante, sobre la redondez amable que contiene el temor
más profundo. Sin atreverse a penetrar la carne, a decir esto es cosa
mía, esto es culpa mía. Sin el valor que un día tuvo, o que creyó tener,
y que hoy se diluye en la noche oscura que envuelve nuestros cuerpos.
-No quiero que llores - tu boca, esa boca, que habla, que dice, que sabe cuánto hiere todo esto.
-No voy a llorar - respondo.
Me
miras a los ojos. Cleo de mi vida, me miras y el nudo aprieta mi
garganta. Y qué vamos a hacer, pienso, qué vamos a hacer con esto, con
este vientre que llora, con Coco que no sabe nada y con la luz de un
nuevo día que lo iluminará todo. Qué haremos cuando lo obvio nos golpee
con la serenidad de su certeza y no quede más remedio que asumir el
desastre.
-Sabes que hay remedio para esto - susurro.
-Algunas cosas no tienen remedio, Bird. Ya deberías saberlo.
1 comentario:
Mis manchas de soledad en las solapas, y tu voz que llama a la puerta del cielo. La desazón que ciñe mis costillas y tu voz que le pone voz.
Lu.
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