Es Francesca el rubor, en esta tarde nuestra, en el ocaso del día en el mercado. Es la niña entre mis brazos, la mujer en la cama, el muslo abierto y este coño, este coño suyo que es mío, que es mis dedos enredados y la luz de todas las mañanas. Francesca, ajada por el tiempo, por la vida que pasa y, sin embargo, fresca como las flores del verano, como las flores que descansan sobre la cama.
-Solía regalarme flores - dice.
Enternece la luz el contorno de su falda, la redondez del vientre bajo la tela. No lleva medias, y los zapatos le marcan la carne, acarician ahí donde mis dedos llegan algunas veces, cuando se deja.
-Flores para Francesca - le digo yo, a medio vestir, templado ya el sudor sobre mi piel morena.
-Y siempre tenía que mentir. Son del muchacho del puesto de naranjas, decía. Del niño rubio, del de la barca, de aquel otro que sonríe con descaro. De tantos hombres a los que nunca conocí, por no decir, no decir son de esta mujer buena, de esta mujer de oriente que me ama. Tantas mentiras y, sin embargo, tanta verdad dentro de ellas. Porque Kokoro era el hombre, cada hombre de mi vida, aunque entonces no lo supiera.
Yo la miro, trago, noto la herida que se abre. Francesca de mi vida, cuánto duele esta Kokoro tuya, este amor que te persigue a través del tiempo y de la vida. Cuánto duele, tantos años después, a mí que soy hombre en tu cama, a mí que me dices que nunca hubo otro, que siempre fue ella a través de nuestras flores y nuestras carnes.
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5 comentarios:
Wow... ¡Qué prosa! ¡Qué prosa! Entusiasmos varios.
que siempre fue ella..
Hola querida Dara, no me ha llegado ningún correo. Escríbeme a almudenavega@yahoo.es
Dara hacía mucho que no andaba por aquí...
Me ha encantado leerte de nuevo
Un beso grande
Me encanta Francesca...
bsos
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